Del dios del barranco de Telde nació un hijo llamado Yeray Manuel (Narciso), que a su madre le parecía el niño más hermoso. Ésta buscó al poeta ciego CasiMiro Buenavista (Tiresias) para preguntarle si llegará a viejo, a lo que él le contestó: "¡Si él no se contempla a sí mismo!". Con esto quería decir que sólo el tiempo lo diría. El niño se crió muy bello y muchas mujeres se enamoraban de él nada más verle. Evitando toda compañía andaba por lugares solitarios, perdido por la admiración de la graciosa figura que pensaba que ningún ojo excepto el suyo podía contemplar. Un día cuando vagaba por el parque de San Juan sin darse cuenta era espiado por la ninfa del bosque Guacimara (Eco), que le amó desde el primer momento, pero no quería decirle nada hasta que él se lo preguntase, ya que ella conocía su destino: Hera, enojada por su charlatanería, la privó del habla a no ser que tuviese que contestar a alguien. Guacimara seguía al joven, pero no le podía hablar si él no la hablaba a ella primero. Pero él no se percató de la presencia de Guacimara hasta que oyó como Guacimara se caía de boca.
- "Chaaaacho, ¿Quién está ahí?", preguntó Yeray.
- "¡Ahí!", respondió el eco, pero no vio quién hablaba.
- "Que paaasa, ¿Qué temes?" volvió a preguntar él.
- "¡Temes!", respondió la voz invisible.
- "¡Largate de aquí!", amenazó, cuando estas palabras le eran devueltas mofándose de él, y aún así la voz no tomó forma.
- "¡Aquí!", respondió la voz, y ahora apareció la ruborizada Guacimara, como lanzando sus brazos alrededor de su cuello.
Pero en la fuente luminosa el joven vio otra figura mejor, y se quitó de encima a la enamorada ninfa con duras palabras. Cuando se quedó solo, Yeray se giró hacia la fuente en la que creyó haber visto una cara más bella. La fuente parecía un espejo de plata, brillando a la luz de los focos. Al filo de la fuente y de rodillas se estiró sobre la brillante fuente, y allí miró esa cara y figura tan bella que estuvo a punto de arrojarse al agua junto a ella. Parecía una estatua principesca, de alguien que debía tener su misma edad. Yeray preguntó a la imagen quién era y vió cómo sus labios se movían pero sin contestación. Yeray sonrió y la sonrisa fue devuelta, se sonrojó y la imagen también, pero fue a tocarla y en cuanto sus dedos tocaron la superficie, la imagen se desvaneció. Cuando dejó de tocar la superficie, la imagen volvió, él la hablaba y la tocaba, pero no conseguía nada. Enloquecido por la gran belleza de su propio parecido, no podía marcharse del espejo que se reía de su imaginación. Durante muchos días volvió a la fuente a ver esa imagen, pero se olvidó de comer y murió entre las lilas del agua, que hicieron de mortaja. Los mismos dioses no podían tocar ese bello cuerpo, y así Yeray se transformó en una flor. La pobre Guacimara que había invocado ese castigo para el frío corazón de Yeray, no logró nada excepto dolor, porque la plegaria había sabido escucharla. Lejos de la visión, se consumió por culpa de ese amor, hasta que lo único que quedó de ella fue una voz, que todavía dura entre los riscos donde nadie puede verla, pero siempre dice la última palabra.
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- "Chaaaacho, ¿Quién está ahí?", preguntó Yeray.
- "¡Ahí!", respondió el eco, pero no vio quién hablaba.
- "Que paaasa, ¿Qué temes?" volvió a preguntar él.
- "¡Temes!", respondió la voz invisible.
- "¡Largate de aquí!", amenazó, cuando estas palabras le eran devueltas mofándose de él, y aún así la voz no tomó forma.
- "¡Aquí!", respondió la voz, y ahora apareció la ruborizada Guacimara, como lanzando sus brazos alrededor de su cuello.
Pero en la fuente luminosa el joven vio otra figura mejor, y se quitó de encima a la enamorada ninfa con duras palabras. Cuando se quedó solo, Yeray se giró hacia la fuente en la que creyó haber visto una cara más bella. La fuente parecía un espejo de plata, brillando a la luz de los focos. Al filo de la fuente y de rodillas se estiró sobre la brillante fuente, y allí miró esa cara y figura tan bella que estuvo a punto de arrojarse al agua junto a ella. Parecía una estatua principesca, de alguien que debía tener su misma edad. Yeray preguntó a la imagen quién era y vió cómo sus labios se movían pero sin contestación. Yeray sonrió y la sonrisa fue devuelta, se sonrojó y la imagen también, pero fue a tocarla y en cuanto sus dedos tocaron la superficie, la imagen se desvaneció. Cuando dejó de tocar la superficie, la imagen volvió, él la hablaba y la tocaba, pero no conseguía nada. Enloquecido por la gran belleza de su propio parecido, no podía marcharse del espejo que se reía de su imaginación. Durante muchos días volvió a la fuente a ver esa imagen, pero se olvidó de comer y murió entre las lilas del agua, que hicieron de mortaja. Los mismos dioses no podían tocar ese bello cuerpo, y así Yeray se transformó en una flor. La pobre Guacimara que había invocado ese castigo para el frío corazón de Yeray, no logró nada excepto dolor, porque la plegaria había sabido escucharla. Lejos de la visión, se consumió por culpa de ese amor, hasta que lo único que quedó de ella fue una voz, que todavía dura entre los riscos donde nadie puede verla, pero siempre dice la última palabra.
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